Lluvia de palos

Después de que Sancho le ayudase a subir de nuevo sobre Rocinante, siguieron su camino en busca de nuevas aventuras. Enseguida vendrían éstas a su encuentro.
Esta vez sería precisamente Rocinante el culpable de una nueva batalla. Porque, mientras caballero y escudero comían sentados en un prado, dejaron sueltos al asno y al caballo.
Rocinante se acercó a unas yeguas de unos arrieros que estaban en un prado vecino, y sus dueños, viendo que el macho se acercaba a las hembras, le dieron tantos palos que lo dejaron tumbado en el suelo.
Don Quijote, al verlo, sacó su espada y atacó sin miedo alguno a los más de veinte arrieros. Incluso llegó a darle una cuchillada a uno de ellos que le desgarró el vestido.
Naturalmente, los otros reaccionaron. Al verse atacados, los arrieros empezaron una lluvia de palos que dejó en el suelo molidos a caballero y escudero. Y después se fueron a toda prisa con sus yeguas, mientras don Quijote y Sancho no podían ni hablar ni moverse.
Poco a poco, señor y escudero se fueron recobrando.
Don Quijote juró que nunca más se enfrentaría con gente villana, que él tenía sólo que luchar contra caballeros.
Sancho se levantó. Con treinta ¡ay!, sesenta suspiros y ciento veinte maldiciones, lentamente fue enderezando su espalda. Alzó luego a su señor, a Rocinante, y ayudó a subir al molido don Quijote sobre su asno. El caballo había salido tan mal parado que no hubiera resistido el peso del caballero y de sus armas.
Apenas habían andado unos metros cuando vieron a lo lejos una venta. ¡Y dale! Don Quijote insistió otra vez que era un castillo, y no pudo el desesperado Sancho convencerle de lo contrario.
A ella se dirigieron.

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